viernes, 14 de mayo de 2010

Allí donde solíamos gritar

El martes es el día especial de mi semana. El martes me levanto por la mañana, estiro los brazos hacia el cielo y le dedico un gran bostezo al armario que tengo delante. Me ducho con agua hirviendo. Tanto que me cuesta permanecer mucho tiempo debajo de ella.
Me visto. Desayuno un sándwich y un vaso de café. Salgo de casa y voy a comprar flores para tu habitación. Sé que tú no podrás olerlas, pero me da igual.

Bajo la cuesta del parque y voy a verte al hospital. Cuando aparezco, las enfermeras murmullan siempre lo mismo.
“Qué chico tan majo” dicen. “Qué habrá sido de su relación” dicen. “Cuánto tiempo va a seguir viniendo” dicen.

Me da bastante igual. Yo camino por el pasillo hasta tu habitación y entro. Te hablo durante mucho tiempo, aunque tú ya no me puedes escuchar. Te cuento qué tal ha ido la semana.

“Hoy he conocido a un chico que toca el violín. Igual que tú” te digo.

Y es verdad. Casi todo es verdad. A veces te miento, pero es porque no quiero que no escuches las cosas que no van bien.

Te pregunto que qué tal te ha ido a ti y me quedo en silencio. Aunque ya no me puedas contestar. Hasta que llega la doctora y me dice que me tengo que ir, que tienes que descansar. Aunque ya nunca te puedas cansar.

Eso ocurre los martes. Todos los martes excepto hoy. Hoy es diferente. Hoy te mueres.

Cuando llego al hospital las enfermeras ahora dicen otras cosas. “Pobre chico” dicen. “Espero que lo lleve bien” dicen.

No lo sienten. Como cada ser humano se refugiará en los problemas de los demás para ocultar el maltrato por parte de su marido, las deudas de su hermano o la delincuencia de su hija.

Me da bastante igual. Enfilo el largo túnel de adoquines color azul y me encuentro frente a la doctora Flamingo delante, con su bata a juego con el suelo y las uñas rotas de tanto arañar la madera de la sala de Morgue mientras el doctor Ford la empala una y otra vez a la vez que se quita la alianza del dedo sin que le vea. Siempre se le olvida.

- Está fatal.
- ¿Puedo entrar? – le digo.
- El coma ya no es superficial. Ha entrado en coma profundo. Tras controlarla durante toda la noche hemos detectado hiperventilación central neurogénica. Hemos probado de todo. Tiamina, naloxona, hemos hecho hemogramas, tamizaje de tóxicos, hemocultivos… Va a sufrir una muerte lenta y dolorosa durante las dos próximas horas.

“Menuda mierda” dije y entré corriendo en tu habitación. Me cerré con el pestillo y rompí la cerradura con una llave mientras la doctora Flamingo golpeaba la puerta y gritaba que le dejara pasar.

Me da bastante igual.

Me senté en la silla que hay al lado de tu cama. Miré por última vez tu habitación. A mi lado el ECG mostrando tus signos vitales. La máquina a la que estás enchufada y que te mantiene con vida.

Sé que lo que hago no está bien del todo, pero ésta es la historia de mi vida. El riesgo que corremos por vivir lo que necesitamos. Algunos se equivocan y creen necesitar de lo que viven. Yo te necesitaba a ti, explicarte qué había hecho hoy y ya te podías ir. Era mi martes y nadie me lo iba a quitar. Si me cerré en aquella habitación contigo fue por mí, no por ti. En ese instante estaba necesitando creerlo así.

Hoy estás con los ojos abiertos, y es de agradecer. Te cuento mi día. Como cada martes. Te digo que hoy he vuelto a ir. Sé que me dijiste que no volviera jamás, que sería para siempre para nosotros, pero no he podido evitarlo. “¿Ya sabes a dónde he vuelto?” te digo. “Allí donde solíamos gritar” te digo, aunque no es necesario, porque aunque no me oigas sabes perfectamente de qué te estoy hablando.

“¿Lo recuerdas?” te digo. Hace mucho de aquello, pero sé que sí. Estoy completamente seguro que recuerdas el día en que los dos teníamos problemas, pero no queríamos cargar al otro con más preocupaciones. El día en que decidimos contárnoslo gritando al mundo. Cuando por primera vez nos subimos a aquel monte, y nos miramos, y gritamos. Gritamos tan alto que nos dejé de oír.

Te digo que hoy he vuelto mientras te cojo la mano fría. Mientras escucho a la doctora Flamingo y el tío al que se tira cada viernes detrás de la puerta gritándome que no lo haga. Ellos no saben a qué gritan.

Yo sé que no me escuchas, pero te digo que aún recuerdo lo que me dijiste la primera vez. Me cogiste del brazo y me susurraste al oído que esto era solo para nosotros, que el grito siempre nos servirá, que era muy fácil, dijiste, y comenzaste a gritar.

Yo te seguí y grité. De repente dejaste de gritar y yo te miré. Estabas complacida. Libre.

Me dijiste que era imposible deshacer nuestro vínculo. Me dijiste que ya no había marcha atrás. “El grito siempre vuelve, y con nosotros morirá” dijiste. Y tenías razón.

Tú querías romper cristales me dijiste, querías que llovieran cristales. Bailar bajo esa lluvia. Tan peligrosa como excitante. Miles de cristales que se rompieron cuando tiraste aquella piedra. Bajando entre nosotros. Mostrando media cara mía y media tuya. Comprendí ahí que nuestro vínculo era inquebrantable. Rompiendo cristales me di cuenta de que nuestro vínculo era irrompible.

Después de eso te enamoraste de mí. Me enamoré de ti. “El grito siempre vuelve y con nosotros morirá” me dijiste. Y yo te hacía fotos y las dejaba volar. Te besaba.

“¿Lo recuerdas?” te digo, y no contestas. Me quedo en silencio y solo se oye el murmullo de las enfermeras. “Han llamado a la policía” dicen. “El chico se ha vuelto loco” dicen.

Me da bastante igual.

Y recuerdas, estoy seguro, los versos que escribimos en el banco. O nuestras dos iniciales escritas con compás en los hierros que separaban nuestra caída. Aún están. Hoy las he visto. Como nuestro vínculo. Nunca se irá.

Yo era tu grito. Tú eras el mío.

Te hundirá, y me hundirá, me dijiste. Llegará el día en que el grito no servirá, dijiste. Y llegó el día. El vínculo propio rompió el grito. Ya no gritábamos como antes. “Ahora no es fácil” me dijiste y comenzaste a gritar. Ya no le gritábamos al mundo. Ahora nos gritábamos el uno al otro. Ese día fue el último día que te vi. ¿Te acuerdas?

He traído un cuchillo. Para mí es de plástico. Antes era de metal. Te estoy contando esto mientras te acaricio el pelo negro. Sé que no puedes sentirlo, pero me da igual. Sé que sabes que yo ya no puedo gritar. “Ahora no es fácil” te digo, “tú solías empezar”

“Ese ha sido mi día” te digo, pero no he venido solo para esto, te digo. Te quería pedir un favor y por eso he venido. Quiero que grites. Grita todo lo fuerte que puedas. Aunque no puedas. Eso ya da igual.

Ahora estamos gritando los dos, y oigo a la policía detrás de la puerta. Les oigo por encima de nuestro grito. Tú no abres la boca, pero tienes los ojos abiertos.

¿Sabes por quién gritaba? Supongo que no. Estoy casi seguro de que no lo sabes. Nunca preguntabas. Esa era la regla. Y digo esto agarrando el cable que te mantiene con vida y mi cuchillo, que es de plástico.

Entró la policía, pero ya era demasiado tarde. “Y es que el grito siempre vuelve y con nosotros morirá”.

Ahora vuelvo a estar en el monte. Allí donde solíamos gritar. Y miro a mi izquierda y ahí estás tú. Con tus orejas de conejo en la diadema y tus gafas de sol. Tu chaqueta de cuero y tus pantalones pitillo. Yo no puedo evitar sonreír. Ahora me toca gritar a mí. “Es fácil” te digo y comienzo a gritar.

Y ya está, ya hay paz.

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Este relato está basado en la canción "Allí donde solíamos gritar" de "Love of Lesbian"

lunes, 3 de mayo de 2010

Principio de infarto

Las estaciones son imprevisibles. Siempre me he sentido un poco engañado con la climatología. Este verano era invierno. En este verano estoy tan solo que me pongo el abrigo. Este verano solo somos yo y mi abrigo, mis cigarros, pequeñas varitas de muerte, y una carta en la que lo único que pone es “Te odio”.

Había estado vomitando cada noche. Mi vómito apesta a heces y sangre. Es vómito estercoráceo. Creo que tengo una fístula. Nunca bebo tanto como para vomitar, y menos como para vomitar mierda.

Esta noche salgo solo, como cada noche. Como cada noche voy a mi club favorito. En el club están todos los desechos humanos que te puedas imaginar. Un pederasta que secuestra a los hijos de altos cargos de Bodybell y se masturba delante de ellos mientras juega con un alfiler en la boca y escupe sangre. Un proxeneta que cada quinto día de mes graba una película Snuff en la que nunca muere él. Un hombre que está convencido de que hasta que no coja el SIDA no va a estar satisfecho con su vida sexual así que se dedica a meneársela a desconocidos pagando 50 pavos a cada uno. Un empresario que se hace fotos sodomizando a su secretaria mientras habla con sus dos hijas, Marlene y Nicole. Una mujer que asesinó a doce personas en un hospital con la excusa “¿Qué más da? Van a morir igual…”. Un policía drogadicto que amenaza a los transeúntes con enchironarles si no le dan un pico. Yo soy uno más. La gente de este local está bastante preocupada con la mierda que les mueve, por eso aquí me siento bien. Nadie pregunta quién eres. En este local sólo te preguntas quién eres tú. Nadie más.