martes, 21 de junio de 2011

Relato No.1

Algo retumbaba en su cabeza. No era el retroceso de la pistola que acababa de accionar justo en su sien. No era la bala misma que en ese instante estaba cruzando su cráneo para así acabar con su insignificante existencia. Ni siquiera era el grito ahogado de una mujer por detrás. Él y sólo él lo sabía. Estaba mirando al mundo por su terraza acristalada y el mundo lo estaba mirando a él. Algo retumbaba en su cabeza. Y él sabía lo que era. No era sino la culpa lo que le ardía, y no la gota de sudor que le caía por la frente.

Y la sacudida de aquel balazo hizo que su cuerpo se quebrara en dos y la gota de sudor ascendiera en el aire. Después, silencio. Y tras el último grito, un susurro. El que hizo la gota al caer en el cuerpo de nuestro hombre. En el cadáver de nuestro hombre...

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“Antes era distinto. Cuando la conocí nos podíamos pasar horas mirándonos el uno al otro sin ánimo de empezar una conversación. Solo compartiendo el silencio.”

Rebobinaba y volvía a darle al play.

“Antes era distinto. Cuando la conocí nos podíamos pasar horas mirándonos el uno al otro sin…”

Rebobinaba y volvía a darle al play

“Antes era distinto…”

Stop. Usó su manga a modo de pañuelo y se secó las lágrimas que hacía tiempo tan a menudo recorrían sus ya acostumbradas mejillas. Se mueve rápido, o eso intenta. Quiere convencerse a sí mismo de que lo que va a hacer es correcto. Luchando contra sí mismo lo único que hace es contradecirse y eso a la hora de hacer algo con seguridad es contraproducente.

Ha cogido todo lo necesario. Llaves y dinero. Mucho dinero.

Sale de casa decidido, con el paso firme, baja uno, dos, tres pisos. ¿Por qué coger el ascensor? Va mucho mas rápido saltando escalones. De tres en tres. A cada escalón el gemelo se te

nsa, y luego descansa con el siguiente. Lo va a hacer. Necesita estar en forma.

La puerta del portal, blindada, pesa mucho menos hoy. ¿Acaso hoy era diferente a otros días? De todas formas era normal, pesaba exactamente lo mismo, la diferencia era que hoy él sí había dormido.

Tras 2 semanas enteras sin dormir aquella noche había tomado una determinación. Drástica, pero determinación al fin y al cabo. Él quería un final feliz. ¿Acaso era tan difícil que se le proporcionase una vida normal? ¿Qué más daba lo que tuviera que hacer para conseguirlo?

Esa determinación, para bien o para mal le había hecho dormir, que era lo importante. Ya sabía que necesitaba dormir porque no podía presentarse ante él con pintas de drogadicto. “Él no vende a drogadictos”.

Había quedado con él dentro de media hora, pero prefería llegar pronto. A esas ho

ras no habría nadie. Menos ahí.

Enfiló la calle que habría de dar con la esquina donde se encontraría con él.

Ahí estaba. Como él, también había llegado mucho antes, con un cigarro en la mano, unas gafas de sol a pesar de que la noche estuviera cerrada, gabardina de cuero negro y unas botas del mismo color.

Dos y sólo dos estrellas presenciaban la escena. Dos y sólo dos estrellas veían como le flaqueaban las piernas a medida que se acercaba al misterioso hombre de la gabardina.

Había llegado hasta ahí.

¿No estaba en forma? ¿Por qué le flaqueaban las piernas como si fuera una quinceañera en frente de su ídolo pop? ¿Por qué precisamente ahora mostraba lo que realmente era? Un cobarde, que no tiene suficiente valor para controlar una situación.

El hombre de la gabardina se irguió y mostró que era mucho más alto de lo que parecía, lo que le intimidó aun más. Continuó andando, la cabeza que poco a poco había ido decreciendo en rectitud ahora miraba la punta de sus zapatos lustrados.

Llegó justo hasta donde estaba el hombre de las gafas de sol y le enseñó el contenido de su chaqueta. El hombre de la gabardina le metió la mano en su bolsillo delantero, la

volvió a sacar, recogió el dinero de su mano e inmediatamente le cogió del cuello.

“Ni una palabra”, una frase susurrada al oído, y quedó todo claro. Le soltó, tiró su cigarrillo a medio acabar. Se encendió otro y se marchó.

Si no fuera por la marca que le dejó en el cuello no le hubiera importado. Son cosas que pasan, y más si negocias con este tipo de gente.

Llegó de nuevo a su portal, pero es demasiado tarde para intentar dormir. Por el contrario es demasiado pronto para salir y verla. Subió los tres pisos en zancadas grandes y empuño la llave para abrir su puerta. Entró en casa y se tumbó entre papeles, la mayoría cartas antiguas, fotos, escritos y cintas que él mismo grababa y reproducía constantemente en su grabadora de mano. Ahora todas dolían por igual. Con el mismo tema impreso en cada foto, en cada carta, en cada grabación. Y como resucitada de entre las cuestiones que ya han sido respondidas volvió a su cabeza la que le rondaba los sesos aquellos días: “¿Debo realmente hacerlo?” “¿Tendré la sangre fría de acabarlo todo de esta manera?”. Se levanta, va al baño y se mira en el espejo. Vomita. Sale y da vueltas por el salón como si así transcurriera más rápido el tiempo. Él lo sabe, el tiempo en esto es elemental, y los remordimientos de algo que no has hecho son los que mas queman, como si quisieran traspasar la fina tela entre palabra y acto.

Sigue andando, cada vez mas rápido entre papeles que él mismo ha amontonado.

Corre. Ahora corre. Propina una patada a uno de los montones de papeles manuscritos y se dirige veloz a la puerta. La abre. Y baja las escaleras tal y como ha llegado, con el contenido colocado por el hombre de la gabardina en su bolsillo. Los distintos llaveros metálicos hacen ruido en su cazadora. Siempre ha llevado las llaves adornadas con multitud de llaveros, la mayoría regalos, que saltaban alegremente cuando eran agitados. Ahora esos regalos no servían para nada. La relación con la gente no sirve para nada. Abrió la puerta del portal y se precipitó a la penumbra.

La niebla y el frío se cuelan por su nariz y su boca y nota como recorren cada centímetro de su cuerpo. Le lloran los ojos. Las lágrimas involuntarias contribuyen a que la calzada se oscurezca aún más.

Pasan las calles, los árboles dibujan maquiavélicas sombras y se siente perseguido. No sabe por qué pero sigue corriendo y se da cuenta de que sus pies siguen un itinerario. Va a hacerlo ya. No puede esperar más. Nota como la idea de hacerlo le martillea la cabeza. No aguanta más. Para y siente que lo poco que había comido se había convertido en emesis esparcida en la acera.

Su estado: cada vez más lamentable. Pero a pesar de ello continúa su fuga, la fuga de sí mismo. Continúa la marcha cada vez mas trastabillado y logra sostenerse en una pared, la pared que estaba buscando.

Como si le hubieran privado de la vista, consigue a tientas ir al portal al que se dirigía. Sube las escaleras usando el apoyabrazos para tal esfuerzo. Consigue llegar al segundo piso, e irrumpe violentamente en la última puerta del pasillo. Echa mano del bolsillo de su chaqueta como si fuera a sacar algo. Recorre el salón, pero esta vez lo hace lentamente, cuida cada paso como si el habitante de esa casa fuera a salir de cualquier lugar armado con un cuchillo o algo similar.

El pasillo se le antoja angosto y por cada paso que da se consuela que no esté el habitante. Cuando hubo recorrido todo el apartamento y no vio a nadie se tumbó en el sofá y rompió a llorar.

Cuando aclara su mente consigue levantarse del sofá. No podía dejar de pensar en lo que había estado a punto de hacer, y que sin duda, en algún momento haría. Meditó durante un tiempo en el descansillo, salió a la escalera, y las bajó lentamente, como si tuviera miedo de que se descoyuntaran y cayera al vacío.

Pensó en volver a casa, pero seguramente le ocurriría lo que hace 30 minutos.

Y pensó en su vida. En cómo la estaba llevando. "Con mucho cuidado" se decía. Y la persona que compartía con él aquello silencios debía estar ahora durmiendo. Ajena a todo lo que estaba ocurriendo. Ajena a sus verdaderos pensamientos. De sus verdaderas acciones. Iría a verla. Estaba convencido. Pero antes tenía que hacer algo de tiempo y tenía hambre. Las lágrimas le habían debilitado.

Cruzó la puerta del portal y emprendió su marcha hacia la cafetería más cercana, pero la más cercana estaba cerrada. Tras varios intentos fallidos encontró una. Entró, bebió a sorbos cortos un café ardiendo. Se levantó y dejó mucho más dinero del necesario sobre la mesa.

La gente comenzaba a caminar por las calles. Las vías cada vez más transitadas estaban bañadas por las primeras luces del sol que descubrían rostros despreocupados. ¿No podía vivir como ellos? Sin problemas, con sus respectivas familias y sin más obligación que levantarse a la hora X para coger un medio de transporte que le lleve a su trabajo, escuela o centro de rehabilitación.

Se dirigía a verla. Necesitaba estar seguro de que lo hacía por ella. Llegó a la calle donde se encontraba su portal, donde se besaron por primera vez. Cuando aún era feliz con su vida. Cuando era uno de tantos habitantes de aquella urbe sin forma. Con tanto contraste. Donde a veces el que peor vida tiene no es el que menos suerte tiene, sino el que no la ha sabido llevar por buen camino.

Cuando quiso darse cuenta estaba parado en medio de la calle sin tener nada que hacer más que esperar a que la mujer con la que compartía su vida se despertase. Era tarde ya, supuso que ya se habría despertado, o al menos debería haberlo hecho ya en un día normal.

Llamó al portal y una voz demasiado dulce contestó. Demasiado dulce teniendo en cuenta la hora que era. ¿Acaso llevaba despierta más de la cuenta? No se hizo más preguntas de las necesarias y volvía a subir unas escaleras que esta vez se le antojaban interminables, a pesar de ser tan solo un segundo piso. El cansancio hacía mella en él. Llegó a la puerta entreabierta del segundo piso y la cruzó. El piso estaba cuidadosamente organizado. Con un montón de detalles que lo hacían tremendamente acogedor.

"Pasa" fue lo primero que escuchó. Venía de la cocina. Él se asomo a donde se encontraba ella. Estuvo dos minutos observando cómo manejaba con precisión los útiles de la cocina. Le parecía encantadora. Desprendía un aura que le hacía especial. La amabilidad que practicaba era envidiable. Se acercó a ella y cuando la agarró por detrás de la cintura ella sonrió. Le besó la mejilla y ella quiso girarse, pero él no se lo permitió. Retrocedió y salió por la puerta tal y como había entrado. Bajando por las escaleras le flaquearon bruscamente las piernas y cayó por las escaleras hasta que su cabeza contra la pared le frenó. Una herida abierta en la frente dejaba ver el color rojinegro de su sangre. Se levantó como si nada hubiera ocurrido y salió a la calle.

La gente en la calle le miraba extrañada. ¿Acaso nunca habían visto sangre? ¿O acaso olían que no tramaba nada bueno?

Esquivaba, o más bien, le esquivaban. Y así, tambaleándose, llegó a su casa. Subiendo a rastras las escaleras. Ahora más que nunca le pesaba el contenido de su bolsillo. Llegó a la puerta, abrió y entró, o más bien, se introdujo como pudo en su casa.

Miraba por su ventana, acristalada de arriba abajo, de manera que podía ver por su pared invisible.

Dejó de lamentarse. Se levantó. Con el contenido de su chaqueta era suficiente. Salió de casa, bajó decidido las escaleras. Fue al piso que antes encontró vacío. Sabía que ahora no podía estar vacío. Era hora de estar habitado. Era hora de hacer lo que le rondaba la cabeza.

Observó como le había nacido un tic nervioso en el párpado de su ojo derecho. La gente, comentaba a su paso. A él le importó poco. Continuó con la marcha, cada vez más rápido. Más decidido. Más mortal. Pie izquierdo. Pie derecho. Cada vez más rápido. Velocidad.

Sus ojos inyectados en sangre demostraban la ira que sentía hacia el mundo. No era para menos. El mundo se había cebado con él, y él en particular lo haría con una mínima parte del mundo.

Llegó al portal, subió los dos pisos, atravesó la puerta y comprobó que estaba quien esperaba. Una mujer joven, morena, hermosa, que a pesar del ruido de la puerta no había despertado. Se encontraba en su habitación. En la mesilla de noche había una foto. Era él, con esa mujer compartiendo un beso. La miraba y sacó lo que guardaba en el bolsillo

El revolver que acababa de sacar de su chaqueta tenía la culata de un negro granulado, que permitía una mejor sujeción. El barrilete era de color plateado, en contraste con el negro menos oscuro del resto del cuerpo del arma.

"Nunca se encasquilla"…. "Nunca se encasquilla"… Apuntó a la mujer que estaba descansando en su cama. Respiró hondo. Él sabía lo que tenía que hacer. Allí estaba al fin. Lo hará. ¿Por qué siempre tienen que terminar mal las cosas? ¿Por qué cuando las cosas le iban bien siempre había algo que estropeaba todo? ¿Era preciso acabar con vida para sobrevivir? Volvió a mirar la foto. Disparó.

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Su rostro descompuesto cada vez daba más que- hablar entre los que caminaban a su lado en la calle. Necesitaba dormir, acabar con los remordimientos que tenía en la cabeza. Volvió a su casa. Cogió un papel, escribió algo y lo pegó en la puerta por detrás. Cogió su grabadora, grabo balbuceos, lo único que podía emitir porque lloraba desconsoladamente y cada vez que abría la boca la tensión de sus maseteros lo volvían a cerrar. Salivaba más de lo acostumbrado. La herida de su frente ya le había dejado de doler. Ahora no pensaba en nada. Su mente solo le quería dedicar su último pensamiento a la chica de la sonrisa. La que sabía manejar los útiles de la cocina con tanta gracia. De la que estaba enamorado.

En ese instante, irrumpió en el cuarto la mujer que ocupaba su último pensamiento, y se paró el tiempo:

Algo retumbaba en su cabeza. No era el retroceso de la pistola que acababa de accionar justo en su sien. No era la bala misma que en ese instante estaba cruzando su cráneo para así acabar con su insignificante existencia. Ni siquiera era el grito ahogado de una mujer por detrás de ella. Él y sólo él lo sabía. Estaba mirando al mundo por su terraza acristalada y el mundo lo estaba mirando a él. Algo retumbaba en su cabeza. Y él sabía lo que era. No era sino la culpa lo que le ardía, y no la gota de sudor que le caía por la frente.

Y la sacudida de aquel balazo hizo que su cuerpo se quebrara en dos y la gota de sudor ascendiera en el aire. Después, silencio. Y tras el último grito, un susurro. El que hizo la gota al caer en el cuerpo de nuestro hombre. En el cadáver de nuestro hombre...

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Una mujer morena, se levanta de la cama en ese momento, sobresaltada. Había tomado demasiados somníferos en la noche. Mezclados con alcohol pueden ser mortales. La vida le parecía una auténtica broma, pero sin gracia. En absoluto. Su intento de suicidio, un día más había fracasado. En ese instante un escalofrío le recorrió el cuerpo. No estaba su foto con él. En su lugar había un montón de cristales en el suelo. Y… ¿Un agujero en la pared? Un agujero de diámetro reducido estaba en la pared que tapaba la foto.

Recorre su casa en busca de alguien y no encuentra nada. La puerta está rota. Supone que la persona que la llevó a casa aquella noche tuvo que romperla para poder entrar.

Quiere verle. No sabe por qué pero algo le dice que si no le ve se puede arrepentir, así que sin importarle que la puerta esté completamente abierta corre por las escaleras más rápido de lo que ella nunca hubiera podido imaginar.

Cuando corre, el pelo se le desmelena y el frío que sintió al salir del portal se ha desvanecido por completo. Llega al portal que buscaba tan afanosamente y se paró en seco, miró al tejado y subió las escaleras. Llamó una vez a la puerta, llamó dos veces, aporreó con todas sus fuerzas el tablón de madera que les separaban.

Se abrió la puerta y vio que le recibía una mujer, en el suelo, llena de sangre, y llorando como nunca había visto. Los ojos rojos inundados en lágrimas le miraban desde abajo y se le partió el alma en dos. ¿Qué hacía ella ahí, en esas condiciones? Alzó la vista y le vio a él, en el suelo con un charco de líquido negro rodeándole. No podía creerlo. Entró de golpe dejando atrás a la mujer que lloraba tanto. Le agarró de la espalda. "Debe ser una broma”. Volvió a la puerta. La mujer no se había movido. Una nota. En la pared. La cogió y leyó lo que ponía.

"Lo siento. Fracasé".

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